Cuando yo era una niña pintaba las montañas azules, porque las miraba en la distancia.
La maestra insistía en que fuésemos realistas (ella era de la escuela de Corot), y yo, aún sin saberlo, ya era impresionista y apuntaba al expresionismo de Kandinsky.
El color es la materia más hermosa que el mundo lega a nuestra retina. Sin embargo, no todos están dispuestos a admitir que la sombra es luminosa y que el negro surge de la mezcla del rojo, del azul y del verde.
No sé porqué nadie ve que el cielo vibra en matices de rojo y de bermellón, y que las hojas de los árboles no son únicamente verdes, sino rojas y azules.
"Las montañas son marrones", me decía aquella profesora ciega. Y por mucho tiempo me sometí en parvulario al yugo de la convención del café. Sin embargo, hoy reconozco que siempre vi las piedras de las montañas azules, y el mar verde, y los árboles anaranjados, y el cielo azul cobalto y rojo zinc.
"Quíteme el lápiz azul, pero sólo arrancándome las pupilas logrará que vea las cosas de su color", le dije.